Incivilidad en las redes sociales

Publicada originalmente el 24 de julio de 2020 en La Segunda

En una falta atronadora de rigor, varios intelectuales conservadores y libertarios han denunciado una supuesta cultura de la censura en redes sociales, donde “no se puede decir nada” sin ser acallado por el flagelo de la corrección política.

Esto es, por supuesto, absurdo. La libertad de expresión consiste en el derecho a emitir opiniones y recibir información por los medios que se estimen convenientes, no en el derecho a no ser refutado, increpado o eludir hacerse cargo de las consecuencias de los dichos propios.

Otros, más ponderados, han lamentado la supuesta degradación del debate público que se produce en estos servicios, a los que califican como espacios carentes de racionalidad y asediados por los linchamientos.

Estos reclamos pueden, en parte, estar basados en la realidad. Sin embargo, es importante notar que la emergencia de las plataformas digitales ha significado un cambio cualitativo en la capacidad de los individuos para expresarse, así como una democratización en la posibilidad de participar en el debate público. Es una fantasía esperar que esta apertura no conlleve ninguna consecuencia negativa. Por ello, lamentarse que la conversación en las redes sociales no se conduzca en los términos del debate epistolar de las cartas al director parece ser, más bien, una nostalgia elitista. 

La saña, la ironía e incluso la mala educación (en la medida que no constituyan acoso o amenazas) son todas conductas desagradables e indeseables, pero que están amparadas por la libertad de expresión. Por el contrario, conductas como el racismo, el sexismo y la xenofobia (que afectan desproporcionadamente a sectores vulnerables y excluidos de la población) no son discurso protegido y deben ser activamente combatidas. Paradójicamente, se denuncia censura al ser víctima de lo primero, pero se invoca la libertad de expresión para justificar lo segundo. 

Por último, es importante recordar que las figuras públicas, autoridades y ciertos funcionarios (respecto al ejercicio de su cargo), por el lugar que ocupan en el debate público, están obligados a resistir un mayor nivel de escrutinio y crítica por parte de la sociedad. Eso no siempre será agradable, pero es necesario para el sano funcionamiento de nuestra democracia. 

La espada de Damocles

Publicado originalmente el 24 de septiembre de 2019 en La Segunda

Escuchar a una figura pública anunciar que se querellará contra un particular por el delito de injuria o calumnia, se ha vuelto tan rutinario que ya forma parte de nuestra cotidianidad política. 

Pero hay algo intrínsecamente problemático en el hecho que alguien arriesgue penas de cárcel por haber emitido un juicio o una opinión. En primer lugar, porque se presta para el comportamiento estratégico: la forma más eficaz para acallar discursos críticos, oponentes políticos y periodistas ejerciendo su labor de investigación es la amenaza de tener que enfrentar un proceso penal.

De hecho, la sola posibilidad de ser víctima de una querella puede ser suficiente disuasivo para producir un efecto inhibitorio. Aun cuando un acusado de injuria sea inocente, las consecuencias económicas, laborales y reputacionales de un proceso donde se arriesga la cárcel puede significar que los individuos se restrinjan de ejercer su legítimo derecho a la libertad de expresión. Esta amenaza velada genera un ambiente periodístico pacato y poco atrevido, incapaz de aventurarse en donde es más necesaria su labor: en situaciones que incomodan al poder político. 

Pero no sólo los periodistas han sido víctimas de esta espada de Damocles. Recientemente hemos sido testigos de cómo las querellas de injuria han sido utilizadas por académicos para amedrentar a estudiantes que se han atrevido a denunciar situaciones de acoso sexual y por alcaldes para perseguir a ciudadanos que los critican por redes sociales. 

No se trata de que las figuras públicas -quienes deben soportar un mayor nivel de escrutinio por parte de la sociedad- no cuenten con herramientas para defenderse ante expresiones de mala fe que busquen dañar su honra. Se trata que estas herramientas sean proporcionales y no se transformen en armas de intimidación que acallen el debate público.

En esta materia, vale la pena imitar a países como Estados Unidos o México, donde la persecución de este tipo de conductas injuriosas no es criminal, sino que a través de una acción indemnizatoria en un juicio civil. De esta forma, nos acercaremos un poco más a un marco institucional que habilite una esfera pública plural, desinhibida y vigorosa.