Publicada originalmente el 28 de octubre de 2020 en Revista Entorno
Internet es un sistema global de dispositivos interconectados, una especie de red de redes. Esta red ha forjado el rumbo de la sociedad del siglo XXI por su increíble potencial para facilitar las comunicaciones, la innovación, el acceso al conocimiento y la actividad económica. Que internet sea el fenómeno global que hoy conocemos se debe, en parte, a que -desde su concepción- su diseño técnico e institucional fue pensado para propender a la materialización de tres principios: (i) descentralización: su infraestructura poco jerarquizada evita la existencia de nodos centrales y, de esta forma, busca impedir que un actor en particular tenga control sobre toda la red, dotándola de mayor resiliencia ante cualquier ataque a la misma, (ii) neutralidad: los protocolos de internet están diseñados para tratar bajo un mismo parámetro a todos los dispositivos que se conecten a la red y todos los paquetes de información que viajen por la misma y (iii) apertura: cualquier dispositivo, sin distinciones, puede conectarse a esta red de redes, en la medida que se comunique a través del protocolo común (TCP/IP).
Como se puede ver, la arquitectura de internet está diseñada para ser abierta, descentralizada y gobernada a través de distintos organismos independientes con roles particulares, de forma tal que ningún gobierno o institución tenga un “botón rojo” o control total sobre su funcionamiento.
Sin embargo, en los últimos años, uno de estos principios rectores de internet se ha visto en peligro. No por un cambio en el diseño o infraestructura de internet, sino por las prácticas comerciales de las empresas proveedoras de servicios de internet (ISPs). La neutralidad de la red busca evitar que proveedores de internet operen como guardianes o censores (gatekeepers) de la red, decidiendo qué contenido puede o no puede viajar por sus redes, o priorizando cierto tráfico por sobre otro. Lo que ha sucedido en los últimos años, es que las ISP han llegado a acuerdos para priorizar cierto tipo de tráfico por sobre otro en base a criterios comerciales. Así, en EEUU Netflix llegó a un acuerdo con la ISP Comcast para que el tráfico de Netflix gozara de prioridad en la red y por tanto viajará más rápido y con menos obstáculos. Esto es problemático porque significa entregarle el poder a las ISP respecto de qué puede estar disponible o no en internet (bloqueando contenido) o qué contenido debe tener prioridad. Imaginemos, por ejemplo, que un ISP decide ralentizar el tráfico de todos los sitios web de organizaciones sindicales del país. La arquitectura de internet está pensada para que los operadores sean neutros y sean los usuarios quienes tomen esa decisión.
Como respuesta a esta amenaza a una internet libre, abierta y democrática, muchos países han decidido consagrar el principio de neutralidad de la red a nivel legal. De hecho, Chile tiene el galardón de ser el primer país en el mundo en haber legislado en la materia, con la publicación de la Ley 20453 el año 2010, la que prohíbe a los ISP bloquear, interferir, discriminar, entorpecer ni restringir el derecho de cualquier usuario de Internet para utilizar, enviar, recibir u ofrecer cualquier contenido, aplicación o servicio legal a través de Internet.
A pesar de esta consagración legal, todavía enfrentamos desafíos en el respeto a la neutralidad de la red. Así, por ejemplo, los llamados planes de redes sociales gratis o zero-rating implican que un operador permite que algún servicio (Facebook, WhatsApp, Twitter, etc.) no consuma datos de navegación del plan del usuario. Esto parece algo positivo, después de todo, algo de internet es mejor que nada de internet ¿cierto? El problema es que la evidencia muestra que los usuarios (especialmente los segmentos más pobres) hacen un uso estratégico de estos planes, cargando una suma nominal a través de prepago, para luego sólo utilizar los servicios que no consumen datos. Por otro lado, la evidencia muestra que este tipo de arreglos comerciales impide mayor competencia de los ISP, encareciendo los planes y evitando el aumento del máximo de navegación de los mismos, finalmente generando un impacto negativo en los usuarios.
Y hay que decirlo con todas sus letras: tener acceso a Facebook, WhatsApp y Twitter no es tener un acceso significativo a internet. Es una versión cerrada, corporativa y limitada de una red que debe servir a las personas para emprender, aprender, comunicarse, hacer trámites de gobierno, postular a puestos de trabajo y, en general, gozar de todo el patrimonio cultural de la humanidad y los beneficios del avance de la ciencia.
El proceso constitucional que ha emprendido Chile representa una excelente oportunidad para consagrar a nivel constitucional este principio que ha permitido a internet nacer, crecer y evolucionar como una red abierta, libre y democrática. Asimismo, en sociedades donde la gran mayoría del flujo de información pasa ineludiblemente por internet, una ciudadanía informada y participativa requiere de garantías –derechos fundamentales- que protejan el uso y acceso equitativo a la infraestructura que hace esto posible. Esto necesariamente debe ir acompañado de otras conversaciones, como consagrar el acceso a internet como derecho humano, prohibir la vigilancia masiva e indiscriminada y consagrar la libertad de expresión en entornos digitales.