Publicada originalmente en La Segunda el 30 de diciembre de 2020
En los últimos 20 años, han surgido innumerables proyectos para “deshacernos de los políticos’”. La promesa es abandonar estos vestigios del pasado y usar la tecnología como mecanismo para incidir directamente en la toma de decisiones.
Para los proponentes de esta tecnocracia, la idea misma de tener representantes es vista como una vulnerabilidad del sistema. Y así como Montesquieu creía (equivocadamente) que los jueces sólo debían ser autómatas que pronuncian las palabras de la ley, esta utopía lograría -a través de mecanismos procedimentales- que se exprese, de forma directa, la voluntad popular.
A comienzos de los 2000, sonó fuerte la idea de utilizar internet para implementar una democracia líquida, una forma delegativa de participación que mezcla elementos de la democracia directa y representativa. Los ciudadanos podrían votar directamente en la toma de decisiones o delegar su voto en alguien de confianza. Más recientemente, la emergencia de la toma de decisiones automatizada basada en el análisis de datos le ha dado nueva fuerza a esta narrativa, al punto que un científico nacional propuso reemplazar a los políticos por un algoritmo de inteligencia artificial. Sin embargo, estos proyectos han chocado una y otra vez contra una pared.
Uno podría decir que han fracasado porque la tecnología no ha alcanzado cierto nivel necesario. Personalmente, creo que la tecnología está ahí y que el problema es una concepción ingenua de la política. La premisa implícita en la idea que es deseable eliminar a quienes median entre los ciudadanos y el poder político, es que la labor de estos delegados se remite a reproducir la voluntad de sus mandantes. Esta concepción es ingenua, porque las fuerzas políticas no sólo se limitan un ejercicio mecánico de recolección de voluntades, sino que también proponen y disputan -a través del diálogo, la acción colectiva y la construcción de comunidad- distintas concepciones de la sociedad con el objetivo de conducirla políticamente.
Buscar la automatización de una anomia en donde no existe nada entre el ciudadano y el estado no sólo es implausible, sino que fomenta una visión individualista, mezquina y ensimismada de cómo se debe desenvolver nuestra vida en común.